sábado, 15 de agosto de 2015

La Impresión del Venezolano

Hijos de los Barrios: Cesar Rengifo
Si en uno de esos coloquios vía satélite que están de moda se me preguntara cual es a mi juicio el rasgo distintivo del venezolano, no vacilaría en responder que la imprecisión, la indeterminación es nuestro signo capital. Somos el país del más o menos, del más acaita y más allaita, más arribita y más abajito, en eso nos parecemos a los ingleses, que jamás dicen “near” sino “not far from” tal o cual parte, ni aceptan que ninguna cosa sea definitivamente buena sino “not bad at all”. Pero nosotros vamos mucho más allá, rozamos los límites del surrealismo en nuestro comportamiento y lenguaje cotidianos. Cualquier extranjero que nos visite por primera vez enloquecería si oyera, como se oye corrientemente, a un electricista, plomero o cualquier técnico venezolano ordenando a su asistente: “tráeme la vainita esa de bichar los perolitos del coroto”, lo asombroso no es la terminología en sí, lo increíble es que el ayudante comprenda perfectamente bien la orden y traiga exactamente lo que se le está pidiendo… Misterios de la lexicografía y la semántica venezolana El mismo extranjero tal vez moriría en el intento si tratara de comprender la nomenclatura de nuestras ciudades. Para empezar, en las urbanizaciones venezolanas, las casas no se identifican por números sino por nombres, los cuales suelen dar origen a grandes confusiones. Así, por ejemplo, siendo (por razones que desconozco) San Judas Tadeo uno de los nombres preferidos por la clase media para bautizar a sus viviendas, no es raro que en una misma calle haya seis quintas San Judas Tadeo, con la consiguiente desesperación de quien busque tal dirección. Luego tengamos en cuenta el estilo venezolano de dar las direcciones, rara vez un venezolano dice: “Avenida Betancourt, Edificio Lusinchi, tercer piso, numero 33″, no, la forma habitual de dar la dirección es: Mas alantico de la plaza Alfaro Ucero, pasada la panadería, un edificio blanco con unos ladrillitos arriba, junto a una casa rosada con rejas verdes que tiene al lado una mata de mango”, añadiendo de paso alguna fórmula misteriosa como “del lado de allá, no como quien va sino como quien viene”. En materia de tiempo, el venezolano es uno de los seres más indescifrables que existen. Solemos, por ejemplo, concretar una cita “en la tardecita” o “en la nochecita”, pero nadie sabe a ciencia cierta que es la tardecita, que para uno es la tarde a primera hora y para otros la última parte de la tarde, ya cerca de la nochecita, que tampoco es un concepto claramente establecido (naturalmente, ¿cómo va a estar claro si es de noche?), pero en todo caso citarse a una hora es visto como algo desconsiderado y hasta reaccionario. Mejor se dice “a golpe de” o “tipo cuatro, cinco”. “A las cuatro y pico en punto”, que en todas partes es un chiste, en Venezuela es una hora que puede corresponder a una realidad. No aspiro a que me lo crean, pero en una ocasión oí decir a un locutor de una emisora radial de provincia anunciar la “hora legal de Venezuela: las cinco y media pasaditas”. Capítulo aparte merecen nuestras relaciones con los taxistas. Hay que ser extremadamente cuidadosos en los tratos con estos caballeros que abolieron por su cuenta el uso del taxímetro sin que el Gobierno chistara y sin que nadie sepa por qué sus vehículos se siguen llamando taxis. Para contratar una carrera de taxi, el francés – pongamos por caso – sube en el coche y ordena: “25 rue Caucheman”, el inglés hace lo propio e indica: “34 Peninton Road”, y ya. El venezolano introduce media cabeza por la ventanilla del auto y pregunta: ¿Por cuánto más o menos me lleva a Prados del Este? es muy probable que el chófer le responda: “Prados del Este? Ah, no, yo pa’ allá no voy”, y arranque obligándolo a saltar. En caso de que acceda, el pasajero no indica la dirección de su destino sino que se dedica a guiar al conductor: “En el próximo semáforo a la derecha… en la esquina a la izquierda, otra vez a la izquierda y después derechito por la subida… Agréguese a esto, como una muestra de nuestro gusto por la imprecisión, que aquí practicamos la curiosa costumbre de regatear con el taxista, que no pocas veces acepta hacernos alguna rebaja en el costo del servicio. Y para cerrar el capítulo del transporte, recordemos que los colectivos, aunque tengan paradas fijas establecidas, por lo regular no se detienen en ellas sino donde lo exija el pasajero, según la formula universalmente aceptada. “Donde pueda señor…” Podría seguir citando ejemplos de nuestra afición por la imprecisión y la vaguedad, pero para no cansar a los lectores concluyo con dos que considero pertenecientes al propio reino de la poesía. En todas partes, para expresar el sentimiento que inspira cualquier hecho o circunstancia se suele decir, “me da miedo” “me da rabia”, “me da asco” o “me da” lo que sea según el caso, en Venezuela decimos “me da cosa”¿…que es cosa? Vaya usted a saber!” Anibal Nazoa

sábado, 8 de agosto de 2015

Declaración Sumarial

Las Vendedoras del Cardon: William Senges
En los tiempos de mi niñez yo deletreaba flores; a los diez años  yo dominaba perfectamente el arte de ver a algunas gentes llorando en los jardines; yo conocía a esa edad palmo a palmo  los desolados territorios del crepúsculo, lo mismo que los dolorosos nombres de aquellas ciudades tan enormes y moribundas de balcones, o sea las ruinas de le última tarde. Yo era a los doce años como quien dice un técnico especialista en ponerse uno muy sentimental cuando ve un caballo. Solía en esa época sentarme a la orilla de un pozo que vivía en el corral de mi casa, allí mirando largamente el agua, sin moverme, veía poco a poco que mí no iba sino la imagen de un niño pensativo reflejada en el agua, y en esa situación llegaba por ahí algún caballo sediento y se bebía mi niñez con agua y todo. Lo demás de este cuento es un asunto archisabido. A los quince años fui un empleado de una  famosa tienda de modas, con regocijo de todas las muchachas enamoradas que constituían  la clientela. Yo las amaba, y a escondidas les vendí al fiado y baratísimo el arco-iris por metro motivo por el cual fui encarcelado por apropiación indebida; me condenaron pues a pagar en un plazo de mil años el bien ajeno de que dispuse, más las costas del Mar Mediterráneo. Del Libro Vida Privada de las Muñecas de Trapo: Aquiles Nazoa     

El Melomano

La Mudanza: Grogorio  Mijares 
Su vida era la Música. Todos los días recorría la ciudad con unos infaltables audífonos que iban directamente al bolsillo de la camisa. A veces parecía  estremecerse con una guitarra eléctrica, o flotar con un pianísimo de Chopin, o simplemente deleitarse con salsa, quizá Maelo, tal vez la Fania. Muchas veces quisimos hablarle pero daba pena interrumpirle su pasión por la música. Un día se desplomó frente a nosotros. Todos corrimos a ayudarlo y pensamos que quizá  se había pasado de tragos. Un leve bajón en las defensas. Lamentablemente pronto nos dimos cuenta de que estaba muerto y entonces alguien pidió cuidado con la música le quitamos los audífonos de los oídos y los guardamos celosamente en el bolsillo de la camisa donde esperábamos encontrar un grabador, un radio, un MP3. Pero no, no había nada, los audífonos no finalizaban en nada. O, a lo mejor sí, quizá finalizaban en alguna música espiritual que no necesitaba de aparatos. Del Libro Ebriedades: Gonzalo Fragui       

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