miércoles, 19 de abril de 2017

Cronica

MUCHAS VECES he navegado en pequeños barcos de pesca al oeste de Cuba, en el Golfo de México. Cerca de las costas cubanas corre la poderosa Corriente del Golfo. Allí siempre hay pesca buena y abundante. Las aguas son profundas, de un azul oscuro y denso. Tranquilas por ¡as mañanas. Al mediodía habitualmente aparecen unas olas de dos a tres metros que se podrían interpretar como advertencia de lo imprevisible que es la zona. Casi en la superficie abundan las manchas de atunes, esos espléndidos peces plateados de carne blanca y sabrosa. Una mancha es como una manada: van todos bien apretados unos contra otros, cumpliendo sus milenarios ritos de nacimiento, alimentación, reproducción y muerte. Siempre aprisa. Ni ellos mismos saben por qué, pero jamás se detienen.

De algún modo, incomprensible aún para nosotros, repiten cada año las mismas rutas con exactitud perfecta. Cada mancha va acompañada siempre de tres o cuatro tiburones enormes. Unos escualos largos, negros, imponentes. Torpedos que se deslizan sin esfuerzo, escoltando a la turba. Elegantes y siniestros, no embisten a ¡a mancha. No crean el pánico porque eso equivale a dar un manotazo en medio de un plato de lentejas.

Lo inteligente es agarrar una cuchara y comer las lentejas poco a poco, tomando de los bordes. Así hacen ¡os escualos. Sólo se tragan limpia, hermosa, silenciosamente, a los que por unos segundos se entretienen y pierden el rumbo, o sufren de alguna enfermedad que los debilita, o simplemente, a los más torpes, que se descuidan. Si el atún se aleja un metro ya es suficiente. Se autocondena y se convierte en víctima.

Paga cara su temeridad o su estupidez. En fracciones de segundo el tiburón aparece y se traga al infeliz sin darle tiempo a rectificar. No hay perdón. A la primera va la vencida.    Es una ley dura, implacable, pero al mismo tiempo es una forma perfecta y gallarda de morir. El escualo cumple su tarea profiláctica de modo implacable. Sólo engulle a los que son un mal ejemplo: los más fuertes que intentan escaparse, y los más débiles y tontos que no pueden continuar.
Eso no se puede permitir. La ley de la manada es primitiva e inflexible: todos juntos, apretados, muy parecidos unos a otros, sanos y atléticos, para continuar esa sempiterna y vital -aunque monótona- tarea de ir y venir, reproducirse, alimentarse, etc.

Lo mejor de todo es lo que sucede un segundo después de cada merienda: el tiburón lo ha hecho limpiamente, en silencio, sin mover un músculo más allá de sus fauces de verdugo, con una elegancia adecuada para momento tan decisivo y trascendental. Ni un hilillo de sangre corre por su mandíbula. Nada lo delata. Por su parte, los compañeros del atún sacrificado hacen de la visal gorda. El tipo se arriesgó. Jugó a la ruleta rusa y perdió. Ni siquiera hay un adiós para él. Nada. No ha sucedido nada. Hay que seguir adelante. ¿Hacia dónde? Nadie sabe. A algún sitio, conducidos por el instinto. En las frías y oscuras aguas todo sigue como siempre. Atunes y tiburones con sus ritos de vida y muerte. Por encima de ellos, en la superficie, aparecen unos barcos pequeños y sólidos. Con un truco rústico hacen creer a ¡os atunes que pequeñas sardinas brincan juguetonas ante ellos Se les despierta el apetito y las ansias innatas de devorar al más pequeño. Intentan atrapar esos hilos de plata y muerden anzuelos. De golpe los atunes son izados uno a uno fuera del agua y mueren aleteando en la cubierta de los barcos, sin comprender qué ha sucedido.
Los hombres, astutos, atrapan así a los peces y respetan a los escualos verdugos, los capataces que logran mantener bien apretada la manada, lo cual conviene para capturarlos mejor.


Son los pescadores quienes realmente tienen en sus manos los hilos de la trama. A bordo de uno de los barcos sólo un hombre no pesca. Es un escriba, que observa, mira al horizonte, piensa, y toma apuntes sobre los ritos, los juegos y las leyes elegantes y crueles de hombres y animales.

Pedro Juan Gutiérrez.

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